Bhārat Gaṇarājya
Muy pocas cosas en la vida dan más satisfacción que viajar y conocer lugares, culturas y sus habitantes; además de ser el mejor libro que uno puede escribir y quizás, una de las mejores universidades al que uno pueda asistir.
Hay un lugar en el planeta en donde reinan las vacas, los matrimonios se arreglan, en las rutas hay vida constante, los sonidos de las bocinas inundan el ambiente, no existe el sentido del tránsito, y el observador se convierte en un objeto extraño; observado.
Alguien me dijo una vez que hay ciudades en el mundo que “abrazan” al que llega. Son esas ciudades en las que uno puede caminar o sentarse a contemplar cómo la vida transcurre lentamente en un lugar que le es completamente ajeno, con costumbres completamente distintas, y en las que, sin embargo, uno se siente tranquilo y bien predispuesto a experimentar simplemente el placer de conocer, investigar y disfrutar nuevos mundos. Con esta vaga idea rondando en mi cabeza, sentada en el Green House Hostel en Bangkok, Tailandia, decidí partir a la India. Busqué el vuelo más barato en la aerolínea IndiGo y pagué mi ticket. Fueron unas pocas horas de vuelo hasta llegar al aeropuerto de Calcuta.

Visa otorgada por la República de India
Bandera de la República de India
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Finalmente llegué. Acabo de pisar tierra firme en la tierra de Gandhi, los saris y el asombroso Taj Mahal. Una bocanada de aire caliente golpea mi rostro de repente con una temperatura de aproximadamente 38 grados. El olor que siento es un tanto particular. ¿Quizás sea olor a especias? Es extraño… es fuerte, y me atrevo a decir que no es muy agradable. No es que mi país huela bien, pero este lugar huele totalmente diferente al de cualquier otro de los lugares que he visitado hasta ahora. Pero ya lo sabía; me lo habían dicho. Por lo tanto ahora sí, ahora sí puedo decir: estoy en India.
Ya pasé la parte más aburrida… migraciones. Parece que mi pasaporte de Uruguay no deja de llamar la atención y ser un objeto extraño en las aduanas. En cada parte de Asia me preguntan de dónde es, si es un país de África, de Europa, o incluso si llega a ser un país. Pero la nacionalidad uruguaya no llega a ser un problema porque nada me detiene, y logro entrar en otro país nuevamente. Ya tengo todo. Pasaporte sellado, mochila cargada en mis hombros, y cámara de fotos en mano. Llevo en mi cinturón de viaje unas cuantas rupias cambiadas, porque imaginé que no iba a encontrar un cajero fácilmente en estos lugares para cambiar dólares. Hay mucho ruido. Mucho. Solo distinto “Ma`m” “Ma´m”. Eso es para mí. Es algo como “madame” “señora”. Quieren que me vaya con ellos en su auto…carrito… o especie más bien de tuk-tuk - rickshaw (famoso transporte asiático que cumple la función de un taxi, pero no contiene puertas, es abierto, con un techito y unas cortinas en los costados… y el que maneja lo hace en una bici que va enganchada al carro). Detrás del volante hay un hombre que no llega a los 40 años, delgado, con ropa ligera y que apenas maneja el inglés. Pero yo le pido que me lleve al centro de la ciudad. Allí es donde mi mapa indica que encontraré hostales para poder dejar mis cosas.

Una de las calles de Calcuta, un día como cualquier otro
Realmente esto es un mundo muy diferente al que estoy acostumbrada a ver. Incluso muy distinto a Tailandia, Malasia, Singapur… Es cierto que el tránsito es una locura; no veo que nadie respete una senda, un semáforo, e incluso el sentido de las vías de circulación. El caudal de sonidos en el aire resulta ensordecedor. Los indios tocan las bocinas de sus vehículos con cada maniobra que realizan. El relax de ir a cincuenta por hora en quinta no es viable. Algo que me estoy dando cuenta y no debo olvidar jamás es que los peatones nunca tienen preferencia, ni en la calzada ni en la acera, cualquier vehículo tiene prioridad sobre ellos. Ahora nos adentramos en una especie de barrio, donde en las veredas puedo ver detenidamente la rutina de algunos indios. Por un lado veo niños sentados en el cordón de la misma cortándole el cuello a las gallinas…vivas. Sigo con mi mirada fija en todos estos comportamientos extraños, y alcanzo a ver una especie de agujero rectangular inserto en la vereda, al que aflora una canilla de hierro oxidado largando agua. Detrás de ella hay cinco personas. Cinco hombres adultos bañándose, con jabón o shampoo… no alcanzo a distinguir que es. Pero se están bañando efectivamente en la calle. En una especie de “bañera colectiva”. Algunos en calzoncillos, otros, desnudos. Todos juntos en ese agujero, compartiendo un pequeño chorro de agua fría. Y se alcanza a ver, flotando sobre la superficie, agua marrón con una espesa capa de espuma blanca. Acciones cotidianas como estas de bañarse, comer, orinar o cocinar, que cualquiera de nosotros, los occidentales tendemos a realizar en privacidad y evitando la mirada ajena, los indios las llevan a cabo a vista de todo aquel que esté dispuesto a observar. Hay centenas de camiones que trasladan en fila mercadería de un lado a otro. Se ven camellos tirando carros, y hombres escuálidos con turbantes que arrean vacas flacas, y mujeres vestidas con saris de colores, algunas de ellas cargando unos canastos de mimbre sobre sus cabezas. Nosotros no nos detenemos, en ningún momento. Parece como si el tráfico fuera fluido, pero estamos haciendo una especie de malabares para meternos entre los autos y carros… y las vacas. Ellas están por todos lados. Son sagradas y no podemos apurarlas, tocarlas, ni empujarlas para que se aparten. Me habían advertido esto de las vacas, que son las verdaderas controladoras del tránsito. Cuando una se atraviesa en el camino, hay dos opciones: intentar esquivarla y seguir viaje, o armarse de paciencia y esperar a que resuelva moverse. Me llama la atención que no son las típicas vacas que estamos acostumbrados a ver, aquellas de manchas negras y blancas, o marrones oscuras con blanco. Éstas son diferentes. Son más delgadas, con un tono beige, una cola bien fina y larga, y una especie de joroba extraña detrás de su cabeza. En unos pocos kilómetros esto es parte de lo que puedo ir apreciando de Calcuta. Escasean los semáforos, abunda la basura en las calles, se superponen los sonidos de bocinan y abundan los mendigos. La vista por momentos rompe los ojos, y esta vez, no por la belleza. Asique bien, mi viaje está comenzando así, de esta manera.


Las calles en Calcuta son vistas de esta manera
Un hombre “tipo” por Calcuta
Llegamos al centro. Luego de caminar unas cuadras conseguí una especie de hostal, barato, pero un poco sucio. Pero no me preocupa, ya no me voy a quedar aquí a dormir. Viajaré por la noche en el primer tren que haya con destino a Agra. No hay mucho para recorrer por aquí, asique haré lo básico y partiré una vez que caiga el sol.
Los hombres en India no están acostumbrados a ver mujeres con rasgos occidentales, salvo en la televisión. Tampoco mujeres que usen pantalones, o polleras cortas. Yo llevo puesto un pantalón holgado, y una remera de manga corta para que no estén tan al descubierto mis brazos. Pero hace mucho calor. Es inevitable sentirse con un poco de malestar con este intenso calor. Si estuviese en Tailandia estaría de short y musculosa. Pero aquí no se puede. No sería lo mejor. Para ellos las mujeres así, sin saris, son extrañas; resultan exóticas. Siento que muchos de ellos me clavan la mirada con sus ojos color negro y no me dejan de observar hasta que me pierden de vista. Pero así estuve desde el primer instante en que salí del aeropuerto, observada a toda hora y sin posibilidad de pasar desapercibida. Las mujeres aquí, además del sari, llevan un punto de color en la frente, que se hacen por coquetería; otras llevan un punto negro y una raya roja sobre el cuero cabelludo que advierte su estado civil. Estos pequeños rasgos nos diferencian ampliamente unas de otras mujeres. Por otro lado, en la India, una joven tiene posibilidades de conseguir pareja con mayor o menor rapidez según el color de su piel. A los hombres les resultan más atractivas las mujeres de tez clara, y difícilmente una chica con esta característica llegue soltera a los 25 años. En cambio, las que no tienen la piel clara –que son la mayoría– hacen todo lo que está a su alcance para conseguir aclarar su piel. Es por ello que nosotras las occidentales les llamamos tanto la atención, por nuestra tez clara, y en mi caso, el color del cabello, rubio.

Mi vestimenta para circular por la India.